La obligada protección internacional de las mujeres sometidas a violencia
La violencia contra mujeres y niñas es un problema de proporciones epidémicas, quizá la violación de derechos humanos más generalizada de las que conocemos hoy día. Desde la histórica Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (1993), la comunidad internacional se ha comprometido a proteger los derechos y la dignidad de las mujeres mediante diferentes instrumentos jurídicos con objeto de garantizar a las mismas una vida libre de violencia, no obstante, se han producido escasos progresos al respecto. Más allá de que la violencia contra la mujer hunda sus raíces en las relaciones de poder históricamente desiguales entre hombre y mujer, lo cierto es que sigue siendo un medio de subordinación de las mismas que goza de una impunidad casi generalizada. Como ha afirmado la Relatora Especial de Naciones Unidas sobre la Violencia contra la Mujer, este tipo de violencia se sigue percibiendo como algo aceptable y legítimo.
Cuando ni siquiera existe la conciencia social de que estos actos son conductas censurables resulta muy difícil implementar en la práctica mecanismos coercitivos. En función del desarrollo progresivo de esta materia en la esfera internacional, podemos afirmar que los Estados tienen la obligación internacional de ejercer la debida diligencia para prevenir, investigar y sancionar los actos de violencia contra la mujer, ya sean éstos perpetrados por agentes gubernamentales o por personas privadas, y proporcionar la debida protección a las víctimas, dejando al margen la consabida obligación de luchar contra toda discriminación inherente a estas prácticas. Cuando esto no ocurre, cuando en estas circunstancias las mujeres no tienen posibilidad de denunciar tales vejaciones y no reciben la debida protección contra las mismas cabe preguntarse si tendrían derecho a solicitar protección internacional en otros países.
Durante años, la violencia contra la mujer fue ignorada por el Derecho Internacional de las Personas Refugiadas en su consideración de maltrato de carácter esencialmente “privado”. La Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 ni siquiera recogía la persecución por motivos de género como una de las causas por la que una persona pudiera obtener protección fuera de sus fronteras (las causas tasadas son la raza, la religión, la nacionalidad, la pertenencia a determinado grupo social y las opiniones políticas).
En consecuencia, hasta hace relativamente poco tiempo, las escasas solicitudes de asilo motivadas por cuadros de “violencia contra la mujer” –léase casos de violencia machista, crímenes de honor, ataques con ácido u otros castigos por transgredir los valores y costumbres culturales/sociales, mutilación genital femenina, matrimonios forzados, trata de personas, discriminación severa u otras violaciones de los derechos humanos de la mujer en conflicto armado– o bien se rechazaban, o bien, en casos extremos en los que no se podía devolver a la persona al lugar del cual temía sufrir persecución, se les concedía una acogida de carácter temporal, con menor nivel de protección y asistencia que la que implica el estatuto de refugiada. El asilo había olvidado no solo las especiales circunstancias que sufren las mujeres cuando huyen de la misma persecución que sus compatriotas masculinos sino también la persecución específica que pueden sufrir las mismas por el mero hecho de ser mujeres.
Hoy día, la Directiva europea 2011/95 de 2011 que dispone los requisitos que han de cumplir las personas nacionales de terceros países para obtener protección internacional en la Unión Europea (ya sea el estatuto de persona refugiada o el estatuto de beneficiaria de protección subsidiaria) sí dispone que se tengan en cuenta las cuestiones relacionadas con el sexo o el género a la hora de determinar la pertenencia a un determinado grupo social (art. 10.1 d). La Ley 12/2009 reguladora del Derecho de asilo y de la protección subsidiaria en España también incluye el género como uno de los motivos por los que una persona puede tener fundados temores de persecución y ser beneficiaria de protección internacional.
Ambas disposiciones gozan de una relevancia jurídica incuestionable y vienen a coronar una larga trayectoria de reivindicaciones en este sentido. No obstante, aún queda mucho por hacer. Si bien se empieza a vislumbrar cierto consenso favorable a la consideración de la mutilación genital femenina o el matrimonio forzado como atentados de carácter persecutorio, quizá por tratarse de prácticas ajenas a nuestra cultura y por hallarse en contextos de grave discriminación contra la mujer, lo cierto es que no resulta tan fácil obtener protección asilar cuando la mujer huye de otros tipos de violencia.
Piénsese en la violencia machista, fenómeno que nos resulta desgraciadamente más cercano, o supuestos como la trata de personas, circunstancia sobre la que existen aún pocos casos de mujeres en el mundo que hayan conseguido el estatuto de refugiada tras sufrir una experiencia de violencia semejante. Además, la mujer que ha sufrido algunos de estos tipos de violencia grave y ha logrado huir de su país, debe demostrar que dicho atentado ha alcanzado la severidad de la “persecución”.
Como habitualmente este tipo de violencia la cometen personas privadas, deben demostrar que su país es tolerante o incapaz de protegerlas de las mismas (según el artículo 7.2 de la Directiva 2011/95 debe existir un sistema jurídico eficaz para la investigación, el procesamiento y la sanción de estas violaciones de lo contrario se entiende que el Estado es incapaz de protegerlas). Si bien en otros casos de persecución por motivos de género se ha conseguido aceptar que la persecución puede tener su origen en la actuación de un agente no estatal, lo cierto es que cuando la violencia es ejercida por maridos o parejas de hecho demostrar la “responsabilidad” estatal subsidiaria resulta una condición de especial complejidad.
Finalmente, las solicitudes de asilo por estas circunstancias no sólo se enfrentan a obstáculos de carácter sustantivo sino que también tienen que superar especiales dificultades en el procedimiento. No resulta suficiente albergar un temor a sufrir persecución sino que ésta debe estar “bien fundada”. El énfasis en la presentación de las “pruebas” de la persecución resulta, en estos casos, un requisito a menudo insalvable, sin entrar en la necesidad de que la entrevista atienda a las especiales dificultades sociales, culturales, y de orden psicológico o traumático que pueden padecer estas mujeres y que suelen afectar al desarrollo normal del procedimiento de determinación del estatuto de refugiada.
Debe ser, por tanto, el Derecho Internacional de las Personas Refugiadas un mecanismo de protección de estas mujeres en el extranjero cuando la violencia sufrida alcanza niveles intolerables y sus Estados de origen no hacen nada para evitarlo. Sin embargo, aún en pleno siglo XXI, sigue estando plenamente vigente la ya clásica reivindicación de adaptación de este sistema normativo a las características propias de la violencia severa contra la mujer.
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