Más Atención Primaria y más Salud Pública es la solución que buscamos

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Manuel Díaz Olalla

Manuel Díaz Olalla

La Atención Primaria (AP) ha sido el nivel asistencial más castigado por las políticas de recortes y privatizaciones del sistema sanitario practicadas intensa e irresponsablemente en la última década y cuyos resultados podemos evaluar ahora. La AP es el nivel de atención donde se resuelven la mayoría de los problemas de salud de la población. Es el “medio natural” donde se solucionan las demandas y se satisfacen las necesidades de salud de las personas, sanas y enfermas. Es próxima y cercana y en ella se establecen las relaciones habituales con los profesionales sanitarios. En el caso de la epidemia de COVID-19 es igual. La AP es el “dique de contención” del sistema sanitario, pero ese no puede ser su objetivo sino el resultado de su trabajo.

La mayoría de los casos de esta enfermedad son leves o asintomáticos por lo que el diagnóstico, el tratamiento, el aislamiento, el seguimiento y la confirmación de la curación no requieren asistencia hospitalaria, realizándose desde AP.

No solo la actividad asistencial (prevención terciaria), sino también la primaria (promoción de la salud, que incluye el fomento del uso de mascarillas higiénicas o quirúrgicas, higiene de manos frecuente, distancia personal) y la secundaria (diagnóstico precoz, identificación de contactos, medidas de control en ellos) es propia de la atención primaria apoyada por servicios de salud pública sólidos y adecuadamente dotados. La coordinación entre ambos es fundamental, pues soportan el peso principal de la vigilancia epidemiológica que, entre otras funciones, comprende la detección de brotes de la infección, imprescindible para el control de la epidemia, proporcionando la AP, además, información de calidad para el análisis epidemiológico.

La evaluación de la situación (prevalencia de la enfermedad, gravedad de los cuadros, situación basal de las personas, estado de las infraestructuras sanitarias y disponibilidad de trabajadores de la salud) así como la previsión de las necesidades de hospitalización y de ingresos en las UCI’s, son actividades fundamentales que se deben asegurar en cada momento y, junto a la puesta en marcha de actividades de control epidémico como la búsqueda activa de los contactos de los casos, el aislamiento de los mismos, etc, son actividades esenciales para la salud de la población en su conjunto. El mantenimiento de las vacunaciones y los programas de control de enfermos crónicos y del niño sano, por ejemplo, el tratamiento de los problemas de salud que se puedan presentar, tanto si son transmisibles como si no lo son, con la propia vigilancia epidemiológica, son actividades de primera línea, obligatorias y de desarrollo indeclinable. 

Qué está fallando

Cuando analizamos qué ha fallado en la evolución de la pandemia en nuestro país, además de la precaria situación del sistema sanitario ya señalada y que sobresale entre todas las demás, observamos que a algunas CCAA les ha ido peor que a otras. Creo que no es difícil inferir que no solo ha sido peor en las que con más ahínco habían incurrido en esas políticas perjudiciales para la sanidad pública, sino también en las que, en estos tiempos, reinciden en esas prácticas lesivas para la salud de la mayoría. No será difícil encontrar un amplio consenso alrededor de una idea: si esas políticas son rechazables en todas las circunstancias, persistir en ellas durante las crisis sanitarias agudas como la que actualmente estamos atravesando es de una irresponsabilidad incomparable y quizás punible jurídicamente, por el perjuicio que ocasiona al derecho a la salud de todos y todas y a la necesaria equidad en la atención.

El caso de Madrid es paradigmático en este sinsentido, no sólo por sus antecedentes como laboratorio de políticas neoliberales aplicadas implacablemente sobre el sector público, sino porque insisten en ellas en una situación límite como la actual, como si en este “sostenella y no enmendalla” encontraran su razón de ser. La gran maniobra de propaganda del gobierno de Ayuso y Aguado, que fue el Hospital de IFEMA, junto al peregrino proyecto del “hospital de pandemias”, la obsesión por privatizar las actividades sanitarias preferentes (rastreadores) mientras se abandona a su suerte a la atención primaria, o el despropósito desafiante de colocar a la cabeza de la gestión de la crisis a quienes más han socavado la sanidad pública madrileña, desde Fernandez-Lasquetty a Antonio Burgueño, no anticipaba nada bueno, como los datos, tozudamente, se están encargando de demostrar. Frente a ellas, estrategias de gestión de la epidemia planteadas desde el valor y la potencialidad de la sanidad pública, como en el caso de Asturias o la Comunidad Valenciana, arrojan resultados mucho más favorables.

Además, el abordaje de las emergencias sanitarias desde el punto de vista preventivo requiere comprender que la vulnerabilidad de la población es un elemento que se combate incrementando sus capacidades, tanto mediante la formación específica (promoción de la salud) como acometiendo políticas adecuadas desde las administraciones que prevengan la transmisión y recuperen la salud de los infectados.

Se entiende que se habla de administraciones en sentido amplio, no solo de las sanitarias, pues en el abordaje de una emergencia epidémica el concepto de “salud en todas las políticas” adquiere una dimensión insospechada. En todo caso la escasez, debilidad o precariedad de los servicios públicos son factores de riesgo muy importantes para la población que sufre el impacto de un fenómeno natural, de la violencia o de una epidemia. En este sentido, la incidencia y la mortalidad causadas por la COVID-19, como por otras enfermedades transmisibles o no transmisibles, se distribuyen de forma desigual en la población según características socioeconómicas, de la misma forma que su impacto ahonda más la brecha de la desigualdad social. 

Apostar por el hospital, estrategia equivocada.

La necropolítica que puede estar guiando algunas de las decisiones trascendentes que se están tomando en ciertas CCAA en las últimas semanas en relación a la epidemia de COVID-19, es el resultado, seguramente resignado, de admitir que se puede sacrificar, cuando no hay más remedio, la vida de los menos productivos o de quienes tienen menos oportunidades en el ara sagrado de una economía que, como siempre, favorece desproporcionadamente a unos pocos frente a la mayoría. Algunos movimientos poco solidarios que reclamaban el fin de las medidas de confinamiento en beneficio de la reactivación económica, la llamada “revolución cayetana” que durante unos días del mes de mayo agitó algunas calles del distrito de Salamanca y de otras zonas opulentas de la ciudad de Madrid, bebían en los mismos planteamientos cuando, después de los primeros y sorpresivos embates de la epidemia, el conocimiento de sus mecanismos de transmisión señaló a algunos que su ventaja social les facilitaba su protección frente al SARS-Cov-2, por encima de quienes por sus condiciones de vida más humildes se encontraban más expuestos. 

Para que todos tengamos las mismas oportunidades de no infectarnos y de sobrevivir a la epidemia es fundamental que el acceso al sistema sanitario sea equitativo. “Nadie está a salvo si no estamos todos a salvo” (Epidemiocracia, de Javier Padilla y Pedro Gullón) y al entenderlo asumimos que se necesita reforzar la atención primaria y los servicios de salud pública, pues son los que pueden asegurar el control epidémico y los derechos de todos. Si no lo hubiera, todo el sistema sanitario volvería a fracasar, como ya ocurrió en la primera ola de la epidemia. Por lo tanto, hay que dirigir los recursos y los esfuerzos a contratar personal para los centros de salud y consultorios, rastreadores y epidemiólogos mejorando e incrementando la capacidad diagnóstica de la infección activa. 

Volcarse en el sistema hospitalario, como ya se hizo, y por mucho que sea un nivel asistencial que no se deba descuidar, es desconocer profundamente lo más elemental de la gestión sanitaria en crisis y además, lo que es más grave, apostar porque se dé el peor de los escenarios posibles, pues al renunciar de alguna forma a intervenir en la cadena de trasmisión vírica, se incrementarán exponencialmente los casos y, como si de una mancha de aceite se tratara, también los casos graves y, como consecuencia, la saturación hospitalaria y la mortalidad causada por la infección.

El hospital y sus profesionales y trabajadores, a pesar de su enorme esfuerzo, son meros espectadores pasivos cuyo trabajo prácticamente no inicie en el curso de la epidemia, excepto cuando ingresan a pacientes graves y de esa forma “retiran de la circulación” a algunos portadores del SARS-Cov-2, esperan lo que les llega y lo atienden como mejor pueden y con los recursos de que disponen, pero la auténtica batalla se sigue desarrollando en la calle, en las casas, en el transporte público y en los lugares de trabajo, sin intervención alguna que pueda cambiar su curso.

En las actuales circunstancias, por ejemplo, empeñarse en construir un hospital con una inversión de 50 millones de euros, como hace el gobierno regional de Madrid, sin aumentar primero las plantillas de profesionales de AP, abrir todos los centros de salud, contratar a más rastreadores y reforzar los servicios de salud pública, carece de lógica y puede tener graves consecuencias para la salud de la población y para la supervivencia del propio sistema de salud.

Colapso, ¿qué colapso?

Como escribe el catedrático de Harvard Frank M. Snowden (“Epidemics and society”) sólo se puede luchar contra las pandemias que nos amenazan sacando la salud del mercado, asegurando la universalidad de la atención y limitando el efecto de las fronteras nacionales en un mundo en el que las enfermedades son globales.

En relación a las dos primeras, invertir en atención primaria y en salud pública es dotar a la población de las capacidades necesarias para ello. No puede haber universalidad si existen límites al acceso, es decir si el sistema sanitario no asegura la atención de todos, que es lo mismo que decir si no se atiende a todos y todas cuando lo necesitan y con la rapidez precisa.

No podemos quedarnos conformes con la idea de que el sistema sanitario no ha colapsado porque aún no se han agotado las capacidades de las UCI, por ejemplo, sin querer comprender que la atención primaria también forma parte del sistema sanitario, y ésta ya hace muchas semanas que es incapaz de atender la demanda que genera la epidemia y los demás problemas que asume. ¿Colapso? Claro. ¿O cómo llamar si no a la situación actual en que los centros de salud no dan citas a los pacientes sencillamente porque no pueden atender el volumen de llamadas telefónicas que reciben, en que cuando las dan les citan para después de varias semanas o en que la mayoría de los médicos tienen listas diarias de más de 80 consultas en muchos casos?

La segunda ola de la epidemia de COVID-19 se desbordó en el mismo instante en que los centros de salud fueron incapaces de atender la demanda que se les exigía y los servicios de salud pública fracasaron en el seguimiento y rastreo de casos y contactos. Creo que no caben más disquisiciones, aunque no todo estará perdido si somos capaces de obrar según las lecciones tan penosamente aprendidas. 

Manuel Díaz Olalla es médico de Familia y Epidemiólogo. Miembro de la Sociedad Española de Medicina Humanitaria

 

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