¿Es la pandemia de COVID-19 en España una emergencia humanitaria? 

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Manuel Díaz Olalla*

Técnicamente hablamos de crisis o emergencia sanitaria cuando la demanda supera a las posibilidades de atención del sistema sanitario. Ocurre cuando éste es precario, débil, se desbordó, o todo ello, dándose estas circunstancias, por lo general, cuando la demanda es muy grande. Ambas cuestiones (colapso del sistema sanitario y demanda disparada) suceden a la vez en países en desarrollo en cualquiera de los 4 escenarios “naturales” de la intervención humanitaria, que son: los desastres naturales, la guerra y la violencia, las epidemias y las situaciones en que una gran parte de la población vive en situación de exclusión sanitaria.

No era previsible que en el mundo occidental y en España específicamente, asistiéramos a una crisis de esta naturaleza. O sí lo era, pero quienes tienen la responsabilidad de planificar sobre estas previsiones no quisieron verlo (“Un mundo en peligro”, OMS, septiembre de 2019)(1) o no recibieron las órdenes precisas de sus responsables.

Cuando el propio país que la sufre no puede dar respuesta a la crisis se declara la emergencia sanitaria internacional, a petición del propio país o de la OMS representando a los demás países. Si esa respuesta se amplía a otras áreas de las necesidades humanas básicas (agua, alimentos, techo, abrigo) y se articula desde el respeto a los principios humanitarios clásicos (humanidad, independencia, universalidad, imparcialidad, consentimiento de las víctimas, competencia) esa actuación se corresponde con lo que se conoce en el campo de las relaciones internacionales como “Acción Humanitaria” (AH), que es una respuesta a las necesidades de salud de la población desde el respeto estricto a los derechos humanos, situando el derecho a la salud en el centro de ese marco de intervención.

Las acciones con estas características, a diferencia de otras que también forman parte de la Ayuda Oficial al Desarrollo, como la cooperación estructural o, simplemente, la cooperación, se desarrollan específicamente con el objeto de asegurar la supervivencia de la población afectada en sentido amplio (“salvar las vidas, curar las enfermedades, aliviar el dolor y, siempre, acompañar”), se centran y articulan alrededor de las necesidades humanas y no admiten condicionalidad, ni pueden ser objeto de trueque o devolución, como sí puede ocurrir, y de hecho ocurre, con las otras modalidades de la ayuda internacional.

La Acción Humanitaria no siempre se despliega en países en desarrollo. Las ONG’s españolas tienen una larga tradición de AH en nuestro país: los programas de Cuarto Mundo. Se componen de actividades dirigidas generalmente hacia colectivos en exclusión social con el objeto de atender unas necesidades que, injustamente, no atiende el propio Estado. Se desarrollan con la perspectiva de que se trata de intervenciones provisionales que buscan solucionar problemas urgentes (emergencias) hasta que el Estado se haga cargo de su atención, “como es su obligación”, según creemos.  La actuación de Médicos Sin Fronteras y de Médicos del Mundo durante la primera ola de la epidemia de COVID-19 en Residencias de Mayores, significa un cambio sustancial de estrategia justificado por la urgencia y la crisis, proporcionando la atención que debería haber brindado el sistema sanitario y el de protección social. En esta ocasión las ONG ‘s no se dirigieron a población excluida socialmente sino a población vulnerable institucionalizada pero prácticamente sin asistencia, como denuncia Amnistía Internacional. Esto es, excluida, sí, pero de la atención sanitaria que precisaba. Con todo, se trata por tanto de un marco de actuación propio de la AH: epidemia y población en exclusión sanitaria durante la crisis. 

Las derivadas humanitarias de esta pandemia, no obstante, son muchas en nuestro país y en el mundo. La COVID-19 se distribuye en la población según las desigualdades sociales, económicas y políticas preexistentes, a la vez que las profundiza. Entre ellas se incluyen las desigualdades de riqueza, salud, bienestar, protección social y acceso a las necesidades básicas, incluida la alimentación, la atención médica y la escolarización. Esta enfermedad está provocando un fuerte aumento de la desigualdad de ingresos, desempleo y el trabajo precario e irregular en los trabajadores con salarios bajos. Las desigualdades en salud también plantean problemas importantes en esta pandemia, no en vano en diciembre de 2017, la mitad de la población mundial no tenía acceso a servicios de salud esenciales. Las poblaciones vulnerables (incluidos los pobres, las personas mayores, las personas con problemas de salud crónicos, los presos, los refugiados y los pueblos indígenas) están soportando una carga desproporcionada por la pandemia.

Efectos directos e indirectos de las crisis sanitarias y su relación con la situación previa.

En las crisis internacionales con frecuencia se observa que, como consecuencia de que el sistema sanitario fracasa y sus exiguas fuerzas y recursos se vuelcan en su totalidad a la atención de los problemas agudos y urgentes, en el corto y medio plazo aparecen otros problemas que estaban previamente bajo control y que resurgen al interrumpirse los programas de atención. La mayoría de estos programas se brindan desde Atención Primaria –AP- y comprenden no solamente problemas crónicos (diabetes, HTA), sino también agudos (TBC) y vacunales (sarampión) (2).

La salud y las probabilidades de supervivencia de una población que vive una situación de emergencia vienen muy determinadas por los sucesos previos que la afectan, entre los que cabe destacar la situación del sistema sanitario y su capacidad para garantizar la universalidad de la atención, que incluye cobertura general, catálogo de prestaciones amplio e inexistencia de repagos u otras prácticas que limitan la accesibilidad al mismo. De la misma forma resulta crucial lo que acontece en el transcurso de la misma y que tiene que ver con la reserva o capacidad de respuesta de los servicios de salud y de protección social (sistema de cuidados) y la situación basal de la población (de salud, nutricional, existencia de graves desigualdades sociales en la salud, etc). 

Las reservas menguadas con que el sistema sanitario español afrontó esta crisis no auguraban nada bueno, como afirman muchos expertos, como el epidemiólogo Daniel López Acuña. Más de un decenio de drásticas reducciones del gasto sanitario público y la contumaz e irresponsable privatización del mismo, ejecutadas por quienes han dirigido la política nacional y las regionales en muchas CCAA, especialmente en la de Madrid,  incidiendo en un sistema que, a pesar de sus problemas, era eficaz y en muchas cuestiones modélico, explican mucho de la pésima evolución de la epidemia durante la primera y la segunda oleada y quizás, si no se pone remedio, de lo que aún queda por venir. En un momento como el actual en que muchos responsables de la gestión sanitaria justifican en parte los problemas por la escasez de profesionales y trabajadores sanitarios, hay que recordarles que esas rechazables políticas junto al injustificable maltrato laboral que se les dispensó provocaron su emigración masiva a otros países que hoy en día aprovechan su trabajo y su conocimiento, adquirido con el esfuerzo de la sociedad española. Grandes gestores, habría que añadir, si hubiera motivos para la ironía. 

Si, además, una parte sensible de la población es sujeto de negativos determinantes sociales para su salud, como hacinamiento en las casas o residencias (temporales o permanentes), desempleo, exclusión, etc, con frecuencia las epidemias de enfermedades que se transmiten por contacto directo o por vía respiratoria, como la COVID-19, suelen presentar evoluciones tórpidas y de gran impacto en la salud colectiva. 

Incremento de la mortalidad

Entre el 10 de marzo y el 9 de mayo la mortalidad por todas las causas en España superó en más de un 60% la esperada según las tendencias de años anteriores (se acumuló un exceso de 44.599 defunciones) y entre el 20 de julio al 20 de diciembre un incremento de 26.186 defunciones más (16,6% más de lo esperado), alcanzando en todo el año un exceso de 70.785 fallecimientos. El Reglamento Sanitario Internacional prevé que incrementos de la mortalidad basal que superen el 50% en el curso de una crisis requieren la declaración de emergencia internacional y esto ocurrió con creces durante la primera ola epidémica, si bien en muchos países del mundo, aunque de forma más atenuada, se vivían situaciones similares. Como se sugirió antes, hay que destacar que es muy probable que, de las más de 70.000 defunciones “no esperadas” (exceso de un 31%) registradas durante la primera y segunda olas epidémicas, no todas hayan sido debidas a la COVID-19, pero es muy cierto que posiblemente la mayoría tengan que ver con esa enfermedad: algunas directamente y otras como resultado de la desatención de otros problemas de salud provocada por la escasez de recursos sanitarios tras años de penurias del sistema sanitario público. 

Se vivió por tanto en España una crisis sanitaria de mucha gravedad durante 2020 por la pandemia de COVID-19. Esta crisis alcanzó por derecho la categoría de crisis humanitaria en especial en las residencias de mayores, donde se registró el exceso de mortalidad más importante. La situación requirió la intervención de las ONG’s de acción humanitaria para proporcionar una atención que debía asegurar el Estado, con el perfil propio de las que se despliegan en países en desarrollo, pero nunca en los que suelen ser donantes de ayuda internacional. La evidencia de la desatención sanitaria vivida por las personas mayores en nuestro país plantea dudas muy serias sobre la responsabilidad de las administraciones públicas, la negligencia que han mostrado algunas al debilitar las estructuras y reducir los recursos de atención sociosanitaria y sobre el “modelo de negocio” en que se basa la privatización de la atención a los mayores en nuestro país, incluso desde el sector público.

*Manuel Díaz Olalla es Médico de Familia y Epidemiólogo y miembro de la Sociedad Española de Medicina Humanitaria

Notas

(1) “Si es cierto el dicho de que «el pasado es el prólogo del futuro», nos enfrentamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y liquidar casi el 5% de la economía mundial. Una pandemia mundial de esa escala sería una catástrofe y desencadenaría caos, inestabilidad e inseguridad generalizadas. El mundo no está preparado.” (Pag 6 del doc citado, septiembre de 2019).

(2) Por ejemplo: antes de estallar el conflicto actual, las tasas de inmunización en Siria figuraban entre las más altas de la región del Mediterráneo Oriental, más del 90% de la población infantil estaba vacunada contra enfermedades como el sarampión y la poliomielitis, remontándose el último caso de parálisis por esta enfermedad al decenio de 1990. En el año 2015, sin embargo, Siria presenció la reaparición de casos de sarampión y tos ferina. En 2013, el país registró un brote de poliomielitis, que causó parálisis en 35 niños y se propagó a Irak. Desde el inicio de los combates en Siria la mitad de los trabajadores sanitarios han abandonado el país para instalarse en zonas más seguras, los medicamentos y los suministros médicos escasean y muchos centros de salud han acabado sumidos en un estado de grave deterioro. Debido a todo ello, muchos niños han quedado sin inmunizar.

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