Desde mi ventana
Manu Galán, coordinador de Médicos del Mundo en Tanzania
Desde mi habitación oigo todos los días el gallo, que canta en la noche, y el almohacen, que lo hace casi al amanecer, anunciando otras veces las campanas de la iglesia. Escucho a menudo la lluvia, que, en la mayoría de las ocasiones, aparece y desaparece casi sin enterarnos. Es fuerte y ruidosa cuando se estrella contra las chapas de uralita. Apenas se puede escuchar dentro de la casa. Es uno de los sonidos más impresionantes que uno recuerda del África tropical, es tan peculiar, diferente e imprevisible, que te deja atónito.
Afuera, noto las diferencias, yo soy diferente y eso no se puede cambiar. El tiempo, el idioma, la cercanía, rebajan esas barreras, las diferencias, pero a pesar de todo, siguen y seguirán existiendo. Somos diferentes pero somos iguales, es un buen lema. Lo que pasa es que a mí todo me resulta más fácil, lo tengo todo. La gente de aquí, no; alcanzar o conseguir algo es un triunfo. Lo que nos parece cotidiano, abrir un grifo y tener agua, aquí se convierte en un privilegio accesible para unas pocas personas. El descanso es otra de esas diferencias. Aquí, apenas existe; los fines de semana, salvo para alguna gente, son días cotidianos, nada cambia, sólo el día y la fecha, pero por lo demás, los días son iguales.
Cuanto más tiempo he vivido en Tanzania, cuanto más he intimado con las personas y más he creído entender y conocer, más ignorante me he reconocido. Con todo, es apasionante seguir siendo ignorante a pesar del tiempo, pensar que cuanto más conozco menos sé.
Quizás por ello he aprendido a convivir con mi propia soledad y la de mi familia. La he disfrutado y sé que la echaré en falta, la soledad, igual que el silencio y la paz interior que siento aquí, la tranquilidad. He echado en falta a la familia, cafés con mis amigos, hablar la misma lengua y sobre todo entenderme de una manera más fácil, pero sé que a la soledad la echaré mucho en falta.
Juegos en el barrio
Desde aquí se ve la desigualdad, veo los barrios más pudientes y los más empobrecidos casi pegados, conviven los grandes coches con las bicicletas o los carros cargados de bidones de agua tirados por jóvenes. Se ve el agua correr por las calles, el hedor cuando el sol calienta, la suciedad, el fango, a pocos metros de nuestra casa.
Desde aquí oigo y disfruto el juego de niños y niñas, veo pueblos repletos de vida, de juventud (qué diferente de nuestros pueblos), disfruto de mi hijo jugando, divirtiéndose con los pequeños y pequeñas del barrio, entendiéndose en swahili. Disfruto porque seguro que él no se ve tan diferente como yo me veo. Para los demás sí, es el mzungu (extranjero), pero él no lo sabe, aún es muy pequeño para adivinar que es tan diferente a sus amigos, en origen, en cultura, en oportunidades. Al menos, hay algo en lo que ahora son iguales: hablan el mismo idioma y disfrutan jugando. Cuanto más disfruto es cuando le veo coger cualquier cosa, no sé, un palo con una tapa a modo de coche, una canica, una rueda, y le veo disfrutar con poco, divertirse con sus amigos, jugando con su imaginación.
Miedo al mosquito
Hay mosquitos, demasiados, aunque parecía (nos decían) que aquí no había malaria. Los primeros meses fueron duros: nos obsesionaba, sobre todo por nuestro hijo. El relec, antimosquitos, mosquitera, nada valía y siempre amanecíamos con alguno dentro, repletito de sangre. Nos asustaron, nos quitaron la paz y nos hicieron dudar y pensar, y mucho, en volver atrás, en dejar todo y regresar a casa, pero pudimos con ellos.
Cuando salgo, siento cariño y cercanía. Las puertas de las casas abiertas de par en par, una invitación, un té, un paseo. He disfrutado mucho del barrio, de la sencillez de los encuentros, de las amistades, sobre todo en Same, donde a pesar de las diferencias, no nos hemos agobiado tanto por los problemas de los demás como cuando vivíamos en Karatu. Allí sentimos mucha carga, personal, de conciencia, por los problemas que muchos querían hacer nuestros. Ese conocido sentimiento de dólar con patas se acentuó hasta que pusimos el cartel de “no hay dinero”. Implicarse mucho en una comunidad tiene también estas cosas, a veces es parte de la amistad, otras eres simplemente la persona-blanca-con-dinero.
Prisioneras en casa
En los paseos he disfrutado de paisajes espectaculares, montañosos, verdes, un campo cambiante, pasando del campo seco al verde. He podido conocer bosques, costa, interior, parques nacionales, una riqueza inacabable, indescriptible. La riqueza y variedad de este país deja boquiabierto. Los colores del día, de la noche, la luz de la luna en la oscuridad, las estrellas. La luz es diferente, muy viva, intensa, y a menudo los atardeceres son para enmarcar. Líneas que vienen y van, naranjas, nubes que se balancean, nunca he visto nada igual.
He conocido de cerca a alguna de esas menores que viven encerradas en las casas; vienen del pueblo a trabajar con familiares o miembros de su comunidad pensando en una vida en la ciudad plena, diferente, y se encuentran con un encierro, una vida atada a una casa, al cuidado de los que la habitan, una juventud perdida, niñas convertidas en mujeres antes de tiempo, antes de haber podido ser niñas. Es un desastre, una enorme miseria.
He vivido de cerca la muerte de amigos y conocidos que nos han dejado por la enfermedad, al menos recuerdo a cinco, todos por el VIH, la enfermedad invisible que sigue matando en África. Han sido golpes de realidad fuertes, directos. A uno lo vi morir escondido de la vida, esquinado, sin querer salir, presa de su auto-exclusión y la de los demás. Cuando quiso vivir, era tarde, ya había muerto en vida, sólo era un saco de huesos.
He compartido tiempo junto a algunas tanzanas radicales, comprometidas, activistas con mayúsculas, aquellas personas que arriesgan su propia vida, y otras que me han conmovido por su sencillez y radicalidad. He encontrado muchos ejemplos de estos, heroínas cotidianas.
Los niños y niñas de la calle, grises, paseando en pandillas, son para mí el signo de la impotencia, de la pobreza extrema, de nuestra pérdida de identidad como personas. Es uno de los signos más sangrantes que he conocido como forma de vulneración de todo derecho. Están, pero nadie les ve, son parte de las calles, se les trata como un objeto más, pero alegres y muy cercanos. Les tengo profunda admiración por decidir dejarlo todo y querer iniciar una vida nueva, por arriesgarse tanto. Les admiro porque dan un ejemplo de supervivencia extrema, una lección a quienes, como yo, lo tenemos todo.
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