Héctor Alonso
Veamos. En un reciente estudio publicado en la Revista Española de Investigación Sociológica, se ha concluido que la esperanza de vida de los españoles ha aumentado cuarenta años en el último siglo. Los hombres tienen una esperanza de vida al nacer de 78,5 años y las mujeres de 84,5 años. A principios del siglo XX apenas llegaba a los cuarenta años, debido en gran parte a la elevadísima mortalidad infantil.
Los avances médicos, la mejora en la seguridad alimentaria y el envejecimiento saludable, que ha disminuido considerablemente la mortalidad debido a la llamada «revolución cardiovascular», han hecho que los niños que nacen ahora tengan una esperanza de vida aún mayor. Todos estos avances médicos y científicos y los que cada día nos asombran y esperanzan, como los derivados de la investigación contra el cáncer o los relacionados con la mejora de la salud de los ancianos, así como las políticas de prevención y detección temprana de enfermedades, se financian en su mayoría con el dinero que los ciudadanos han ido aportando a lo largo de su vida a través de los impuestos.
Lagarde, Aso y otros altos cargos cuyo sueldo procede de los ciudadanos y que manejan fondos aportados por esos ciudadanos, creen, a veces, que esos fondos son suyos, y les duele que se gasten en pagar pensiones, prótesis de cadera, válvulas cardiacas, medicamentos contra la hipertensión o pañales. O proyectos de cooperación para mejorar las condiciones de vida de otros que tienen, eso sí, una esperanza de vida mucho menor. Piensan que el ciudadano lo que tiene que hacer es trabajar durante treinta y cinco o cuarenta años, pagar sus impuestos y al día siguiente de su jubilación morirse para dejar al Estado un buen balance contable: máximos ingresos y mínimos gastos.