Pilar Estébanez*
En comparación con el año pasado, 2018 no nos ofrece un panorama mejor en el Día Mundial de la Asistencia Humanitaria que el que nos ofreció 2017. No podemos decir que se han llevado a cabo avances o mejoras. Más bien al contrario: los conflictos que permanecían activos en 2017 continúan, han empeorado e incluso hay nuevos escenarios de violencia, hambre y desplazamientos de población.
Continúa la guerra de Siria, un país del que la población que no ha huido del país se está viendo obligada a desplazarse de sus hogares por las ofensivas militares que inició este año el gobierno contra los rebeldes, provocando una grave crisis en la que no hay apenas acceso de las agencias internacionales y las ONG a la población, cada vez más debilitada y machacada por tantos años de conflicto.
También se ha recrudecido la cruel guerra de Yemen, que tras haber sufrido el pasado año la mayor epidemia de cólera que se recuerda, ahora está sufriendo matanzas indiscriminadas de civiles, como la que se produjo hace unos días y que costó la muerte de decenas de niños que viajaban en un autobús. Ha empeorado también el conflicto en Sudán del Sur y los conflictos y crisis que se iniciaron el año pasado -Congo, República Centroafricana, Etiopía- siguen su curso.
El número de desplazados sigue en aumento: los datos de Naciones Unidas para finales de 2016 mostraban la asombrosa cifra de 65 millones de desplazados. Tan solo en 2016 aumentaron en 10 millones y desde entonces la crifra no ha dejado de incrementarse cada año. Esos 65 millones de desplazados suman más población que la que tienen España y Portugal juntos, y equivaldría a la población total de Francia, lo que nos permite hacernos una idea de la magnitud del problema.
También ha aumentado la mortalidad en el Mediterráneo, a pesar de los enormes esfuerzos de las organizaciones humanitarias para rescatar a quienes arriesgan sus vidas en frágiles embarcaciones en el intento de alcanzar Europa. El cambio de ruta, desde las islas griegas al Mediterráneo Central, sólo ha servido para que aumente la mortalidad. Hace unos días se publicaron datos sobre llegadas de migrantes y las conclusiones son, por una parte, que el cierre de los puertos italianos decretado por el xenófobo Matteo Salvini y el mayor control por parte de las patrulleras libias ha supuesto una disminución de las llegadas de migrantes a Europa. Sin embargo, por otra parte, el porcentaje de muertos ha aumentado en un 21 por ciento. El 80 por ciento de esas muertes se han producido en los dos meses en los que el cierre de los puertos italianos lleva activo. Hay más control y llegan menos migrantes, pero están muriendo más en el intento, sin que ese hecho parezca alarmar a las autoridades europeas.
Tanto el cierre de los puertos, como la política de apoyo a Libia para que traten de contener la salida de embarcaciones desde el país africano, está haciendo que se cambien las rutas y de nuevo, éstas se trasladan al Estrecho. Hace unos días fueron rescatados en el Mar de Alborán 524 personas que viajaban en doce pateras. De ellas, 240 fueron trasladados a Almería y otros 284 a Motril.
Libia, el país en el que miles de personas que tratan de llega a Europa y que ésta trata de convertir en el gendarme del Mediterráneo, se ha convertido en una auténtico infierno para decenas de miles de personas que sufren todo tipo de abusos en su periplo para tratar de llegar a Europa: robos, violaciones, esclavitud, violencia física, secuestros… A pesar de las denuncias documentadas efectuadas por varias organizaciones, nada se ha hecho desde Europa para terminar con esa pesadilla, que debería avergonzar a la comunidad internacional.
La segunda crisis del Aquarius (el buque fletado por SOS Méditerranée y Médicos Sin Fronteras) se acaba de resolver con el desembarco de los 141 migrantes en Malta, desde donde serán repartidos entre cinco países europeos. Crisis resuelta, pero criticada con dureza por la tardanza por ACNUR: ”Está mal, es peligroso e inmoral mantener a barcos de rescate vagando por el Mediterráneo mientras los Gobiernos compiten en ver quién asume menos responsabilidades», ha dicho el alto comisionado de ACNUR, Filippo Grandi.
El acceso a la población
También ha sido un año negro para la seguridad de los cooperantes. A las agresiones y asesinatos, hay que sumar el cada vez más difícil acceso a las víctimas. Hay zonas del mundo donde la población está sufriendo las consecuencias de los conflictos y la violencia, donde no hay apenas posibilidad de acceder ni saber qué está pasando.
Por poner un ejemplo, sólo a través de imágenes de drones o de satélites se ha podido documentar gráficamente el horror que han sufrido los rohingya -una etnia musulmana que vivía en Myanmar- antes de ser expulsados del país: aldeas quemadas, fosas comunes, ataques a desplazados… Los rohingya -cerca de 800.000, la práctica totalidad de la población- malviven ahora hacinados en un inmenso campo de refugiados en Bangladesh que está sufriendo las consecuencias del monzón: inundaciones y desplazamientos de tierras.
En Irak, Siria, Sudán del Sur, Congo, la República Centroafricana, Yemen apenas se puede atender a la población por falta de seguridad. Desde 2016 se han bombardeado hospitales (Siria, Irak, Yemen) e instalaciones sanitarias, matando pacientes y personal médico y sanitario y destruyendo infraestructuras.
También ha sido un año negro para la población civil, convertida ya, claramente y sin tapujos, en objetivos militares en cada vez más conflictos.
En Afganistan, a pesar de que la guerra oficialmente ha terminado, no es posible decir lo mismo de la crisis humanitaria. Millones de afganos, la mayoría de ellos niños y niñas, viven todavía en campamentos temporales o en zonas remotas que son inaccesibles para los organismos de socorro. Muchos de ellos corren peligro de contraer enfermedades por la falta de vacunas y padecer desnutrición, y se siguen produciendo atentados, la mayoría llevados a cabo por grupos que apoyan a los talibán. Décadas de guerra han provocado que más de 2,6 millones de afganos sean refugiados en más de 70 países, la mayoría en Irán y Pakistán, donde se enfrentan a las expulsiones masivas. Hasta ahora han sido devueltos al país más de 5,8 millones de afganos contra su voluntad.
Nuevas crisis en marcha
En cuanto a las crisis que ahora se inician y empeorarán a lo largo de los próximos meses cabe destacar la que está viviendo la República Democrática del Congo (RDC). Este país, que ha sufrido décadas de violencia, está a punto de convertirse en la crisis humanitaria más grave de cuantas están en marcha. Más de 600.000 personas han huido de sus hogares en los últimos meses, en la región de Tanganika, por culpa de la violencia, los asesinatos y los secuestros, según advierte ACNUR, especialmente alarmada por el vertiginoso aumento de la violencia sexual contra niñas y mujeres.
La falta de recursos para atender a los afectados es uno de los graves problemas que se afrontan en esta crisis. El año pasado, los donantes dieron menos de menos de un dólar por persona para los programas de desplazados internos en la RDC. Esto ha dejado a muchos desplazados en Tanganika, especialmente mujeres y niños y niñas, los más vulnerables, sin acceso a la ayuda humanitaria. Además la RDC se enfrenta a un momento decisivo por la reaparición de brotes de ébola en las cercanías de la ciudad de Goma, donde las Agencias internacionales han desplegado recursos y mecanismos para prevenir y tratar de contener el virus si éste hace por fin su aparición.
La República Centroafricana es otro de los escenarios donde se puede desarrollar una gran crisis humanitaria. Desde hace cinco años atrás la población centroafricana vive en medio de permanentes enfrentamientos debidos a diferencias religiosas: musulmanes y cristianos que luchan por controlar el poder. Esta lucha ha propiciado el surgimiento de milicias que atacan a sus rivales: los selekas a los cristianos y los anti-balaka, surgidos como grupos de auto-defensa, a los musulmanes, en un panorama de pobreza y grave crisis económica y social. En este contexto, niños y niñas son reclutados como combatientes, además de sufrir abusos físicos y sexuales.
Esta situación ha obligado a más de un quinto de la población del país a huir de sus hogares, convirtiéndose en desplazados y refugiados, y a vivir en condiciones penosas en un país que carece de las mínimas infraestructuras que garanticen una mínima salubridad: no hay agua potable, alcantarillado, etc.
Por último, hay que recordar la grave crisis alimentaria que sufren Somalia y Etiopía debido a las sequías e inundaciones que han destruido las cosechas de los últimos años. Los expertos han dejado claro que esta situación es una de las consecuencias del cambio climático, frente al cual la Humanidad tendrá que tomar medidas ya que las consecuencias serán más graves cada vez. Otras zonas del mundo sufren también las consecuencias del cambio climático, como las islas del Pacífico o del Caribe, azotadas cada vez con mayor frecuencia por fenómenos atmosféricos más devastadores: huracanes, ciclones, tormentas destructivas, inundaciones y sequías.
No quería terminar este artículo sin recordar a Kofi Annan, ex secretario general de la ONU, fallecido ayer mismo, citando una de sus frases más célebres: «Las fronteras reales de hoy no son entre naciones, sino entre poderosos e impotentes, libres y encadenados, privilegiados y humillados. Hoy en día, ningún muro puede separar las crisis humanitarias o de derechos humanos en una parte del mundo de las crisis de seguridad nacional en otra».
Pilar Estébanez* es doctora en Medicina y presidenta de la Sociedad Española de Medicina Humanitaria