Las fronteras se han fortificado a base de ir desarrollando distintos instrumentos, como las patrullas marítimas, las vallas fronterizas (Ceuta y Melilla en España, Evros en Grecia, frontera con Turquía en Bulgaria…) y, sobre todo, los acuerdos con los países vecinos (en el caso de España, con Marruecos, Mauritania…) dirigidos a que sus policías eviten que los inmigrantes y refugiados lleguen hasta nuestras fronteras.
Con ello se vulnera, en primer lugar, el derecho de movilidad que consagra el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuando dice que “toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluido el propio”, y, en segundo lugar, la Convención de Ginebra sobre Refugiados. Según ésta, debe definirse como refugiada a la persona que ha huido de su país por causa de un conflicto bélico o una persecución (ésta puede ser por su ideología, religión, pertenecía étnica, orientación sexual, etc.) y, si ello es así, hay que decir que tres cuartas partes de quienes tratan de llegar a las fronteras europeas cruzando el Mediterráneo o salvando las vallas fronterizas son refugiados, ya que proceden de países en conflicto (Siria, Eritrea, Afganistán, República Centroafricana, Mali…). En consecuencia, al impedir que estas personas lleguen a territorio de asilo, los países europeos incumplen de forma grave sus obligaciones en materia de refugiados. Incumplimiento que, por otra parte, está causando miles de muertos en el Mediterráneo.
Esta vulneración de derechos que comienza detrás de las fronteras continúa después cuando se devuelve de forma ilegal (devoluciones en caliente) a los inmigrantes o refugiados que logran sobrepasar las vallas fronterizas, o cuando la policía hace identificaciones por las calles de nuestras ciudades atendiendo sólo a criterios de color de piel, o cuando se mete a una persona en un avión para expulsarla y se la somete a trato degradante, o cuando se la encierra en un Centro de Internamiento para Extranjeros. Los CIE son una anomalía en nuestro sistema jurídico porque comportan privación de libertad para personas que no han cometido ningún delito y, por tanto, constituyen una vulneración grave de los derechos de las personas. Podemos concluir que, cuando se trata de inmigrantes y refugiados, los estándares en materia de derechos humanos que las democracias europeas predican no se aplican en absoluto.
Por eso es pertinente la pregunta del inicio: ¿Es posible una política de inmigración y asilo respetuosa con los derechos de las personas? ¿Es posible cerrar los CIE y retirar las vallas de Ceuta y Melilla? Para responder conviene distinguir entre inmigrantes y refugiados. Ya he señalado que tres cuartas partes de quienes han intentado en los últimos tiempos entrar en Europa son personas que huyen de conflictos bélicos, es decir, refugiadas. Si nuestras fronteras fueran más permeables, y si nuestros gobiernos fueran más respetuosos con la Convención de Ginebra sobre Refugiados, sin duda alguna entrarían en Europa muchos más refugiados de los que lo están haciendo, pero con ello lo único que haríamos es cumplir con nuestras obligaciones en este terreno. Sólo Turquía tiene cuatro veces más refugiados sirios que los 28 países de la Unión Europea juntos. Ofrecer vías seguras de acceso a Europa evitaría, además, las muertes que están produciéndose en el Mediterráneo.
Pero, probablemente, no es esto lo que más dudas suscita, ya que acoger a personas que huyen de conflictos bélicos es algo que mucha gente puede comprender, como también puede entender que quienes huyen para salvar la vida no han de estrellarse contra una valla, ni morir intentando cruzar el mar en una patera; lo que genera mayores temores es que nuestras fronteras sean más permeables para las personas que quieren inmigrar, es decir, para la llamada inmigración laboral, porque se teme que “todo el mundo” quiera migrar y que suframos una auténtica invasión de pobres procedentes de todos los rincones del planeta. Sin embargo, estos temores sólo están basados en prejuicios. Está harto demostrado desde la sociología y la antropología de las migraciones que esos flujos dependen de las situaciones laborales y que se producen sólo cuando los países receptores necesitan mano de obra. España tiene hoy la misma ley de extranjería que tenía a principios de la pasada década, pero entre 2000 y 2007 fuimos el primer país receptor de Europa y ahora, en cambio, nuestra población extranjera está disminuyendo notablemente. Por ejemplo, buena parte de los latinoamericanos que vinieron en esos años se han vuelto a su país. Quienes no se van son los subsaharianos, pero ello es debido a que fue tanto lo que tuvieron que sufrir para venir (atravesar el desierto, o el mar, saltar la valla, ver morir a tantos compatriotas…) que el retorno no es algo que se puedan plantear; si contaran con mayores posibilidades de movilidad, seguramente estarían volviéndose a sus países más de los que vienen, como ocurre con las personas de otros orígenes. Como se ha dicho muchas veces, las vallas de Ceuta y Melilla parece que sirven para que no entren africanos a España, pero en realidad sirven para que no se vayan los que ya entraron.
Si ello es así, tampoco los CIE tienen razón de ser. Están ideados para facilitar las expulsiones, pero éstas son un instrumento inoperante en la regulación de los flujos migratorios (además de cruel y vulnerador de derechos). Los datos son elocuentes: las personas expulsadas por aplicación de la ley de extranjería rondan las 10.000 por año en los últimos años, mientras que el descenso de extranjeros en España se acerca a los 300.000 por año (210.936 en 2013 y 304.623 en 2014). Ese descenso no se debe sólo a los que se van, ya que también incluye a los que adquieren la nacionalidad española, pero, con todo, podemos decir que los expulsados son un número minúsculo en comparación con los que se van por decisión propia, lo que indica que las expulsiones apenas tienen incidencia en la regulación del flujo migratorio. Dejan nuestros estándares de aplicación de los derechos humanos en muy mal lugar y comportan un sufrimiento inútil.
Otra política de inmigración y asilo es posible. En asilo, implica la apertura de vías seguras para llegar a territorio europeo y la acogida de un número muy superior al actual de refugiados, teniendo en cuenta los conflictos bélicos existentes. En inmigración, supone aceptar una mayor libertad de circulación, eliminar los elementos represivos y crear instrumentos internacionales de gestión de los flujos.