Jueves, 24 de Marzo de 2011 11:00 |
Desde mi ventana Manu Galán, coordinador de Médicos del Mundo en Tanzania Desde mi habitación oigo todos los días el gallo, que canta en la noche, y el almohacen, que lo hace casi al amanecer, anunciando otras veces las campanas de la iglesia. Escucho a menudo la lluvia, que, en la mayoría de las ocasiones, aparece y desaparece casi sin enterarnos. Es fuerte y ruidosa cuando se estrella contra las chapas de uralita. Apenas se puede escuchar dentro de la casa. Es uno de los sonidos más impresionantes que uno recuerda del África tropical, es tan peculiar, diferente e imprevisible, que te deja atónito.
Afuera, noto las diferencias, yo soy diferente y eso no se puede cambiar. El tiempo, el idioma, la cercanía, rebajan esas barreras, las diferencias, pero a pesar de todo, siguen y seguirán existiendo. Somos diferentes pero somos iguales, es un buen lema. Lo que pasa es que a mí todo me resulta más fácil, lo tengo todo. La gente de aquí, no; alcanzar o conseguir algo es un triunfo. Lo que nos parece cotidiano, abrir un grifo y tener agua, aquí se convierte en un privilegio accesible para unas pocas personas. El descanso es otra de esas diferencias. Aquí, apenas existe; los fines de semana, salvo para alguna gente, son días cotidianos, nada cambia, sólo el día y la fecha, pero por lo demás, los días son iguales. Cuanto más tiempo he vivido en Tanzania, cuanto más he intimado con las personas y más he creído entender y conocer, más ignorante me he reconocido. Con todo, es apasionante seguir siendo ignorante a pesar del tiempo, pensar que cuanto más conozco menos sé.
Quizás por ello he aprendido a convivir con mi propia soledad y la de mi familia. La he disfrutado y sé que la echaré en falta, la soledad, igual que el silencio y la paz interior que siento aquí, la tranquilidad. He echado en falta a la familia, cafés con mis amigos, hablar la misma lengua y sobre todo entenderme de una manera más fácil, pero sé que a la soledad la echaré mucho en falta.
Desde aquí se ve la desigualdad, veo los barrios más pudientes y los más empobrecidos casi pegados, conviven los grandes coches con las bicicletas o los carros cargados de bidones de agua tirados por jóvenes. Se ve el agua correr por las calles, el hedor cuando el sol calienta, la suciedad, el fango, a pocos metros de nuestra casa. Miedo al mosquito
Hay mosquitos, demasiados, aunque parecía (nos decían) que aquí no había malaria. Los primeros meses fueron duros: nos obsesionaba, sobre todo por nuestro hijo. El relec, antimosquitos, mosquitera, nada valía y siempre amanecíamos con alguno dentro, repletito de sangre. Nos asustaron, nos quitaron la paz y nos hicieron dudar y pensar, y mucho, en volver atrás, en dejar todo y regresar a casa, pero pudimos con ellos. Prisioneras en casa
En los paseos he disfrutado de paisajes espectaculares, montañosos, verdes, un campo cambiante, pasando del campo seco al verde. He podido conocer bosques, costa, interior, parques nacionales, una riqueza inacabable, indescriptible. La riqueza y variedad de este país deja boquiabierto. Los colores del día, de la noche, la luz de la luna en la oscuridad, las estrellas. La luz es diferente, muy viva, intensa, y a menudo los atardeceres son para enmarcar. Líneas que vienen y van, naranjas, nubes que se balancean, nunca he visto nada igual.
He conocido de cerca a alguna de esas menores que viven encerradas en las casas; vienen del pueblo a trabajar con familiares o miembros de su comunidad pensando en una vida en la ciudad plena, diferente, y se encuentran con un encierro, una vida atada a una casa, al cuidado de los que la habitan, una juventud perdida, niñas convertidas en mujeres antes de tiempo, antes de haber podido ser niñas. Es un desastre, una enorme miseria.
Los niños y niñas de la calle, grises, paseando en pandillas, son para mí el signo de la impotencia, de la pobreza extrema, de nuestra pérdida de identidad como personas. Es uno de los signos más sangrantes que he conocido como forma de vulneración de todo derecho. Están, pero nadie les ve, son parte de las calles, se les trata como un objeto más, pero alegres y muy cercanos. Les tengo profunda admiración por decidir dejarlo todo y querer iniciar una vida nueva, por arriesgarse tanto. Les admiro porque dan un ejemplo de supervivencia extrema, una lección a quienes, como yo, lo tenemos todo. |