Porque es precisamente uno de sus fracasos más estrepitosos, el retroceso mundial en sostenibilidad ambiental, el que obligatoriamente pone el foco sobre cualquier iniciativa futura. Éstas se van configurando ya en forma de Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). La conclusión del proceso de negociación de esas nuevas metas ha durado más de dos años y ha contado con la participación de la sociedad civil, acordándose un programa ambicioso de 17 ODS que se articulan alrededor de los grandes anhelos de la humanidad, que son acabar con la pobreza, promover la prosperidad y el bienestar de las personas y lograr progresos nítidos en la protección del medio ambiente para el año 2030.
La agenda ya está escrita y para sustanciarla en forma de acuerdos se reunirán todos los países del mundo en Nueva York en Septiembre de este año. Pero para llegar a ese consenso se han tenido que sentar unas nuevas bases en la financiación del desarrollo, por lo que se llevó a cabo la III Conferencia Internacional de Financiación del Desarrollo el pasado mes de Julio en Addis Abeba. No debemos perder de vista que la seriedad de una intención, también en política internacional, se pone en valor colocando encima de la mesa los recursos necesarios para materializarla por lo que la financiación es la piedra angular que definirá si de verdad se apuesta por el futuro y con qué decisión se hace. Por ello los acuerdos alcanzados en la capital etíope son la clave de lo que pasará en el mundo en términos de desarrollo en los próximos años. Merece la pena, por tanto, repasar aunque sea brevemente lo que allí ocurrió y lo que no.
La ONU, el Banco Mundial y sus asociados, junto con entidades privadas, lanzaron un servicio de financiación global para disminuir la mortalidad materna e infantil y para mejorar la salud de niños, adolescentes y mujeres en algunos países de África por 12 mil millones de dólares; la Fundación Bill y Melinda Gates, junto a los gobiernos de EEUU, Japón y Canadá anuncian nuevos compromisos tasados en 214 millones de dólares con los que, junto a los 400 millones de $ que el FMI y algunos Bancos Multilaterales de Desarrollo aportarán, pretenden contribuir a la consecución de los 17 ODS, entre los que destaca, tras el importante camino recorrido en estos últimos 15 años, el fin de la epidemia de VIH/SIDA en 2030.
La FAO y el Banco Europeo de Inversiones firmaron un acuerdo para invertir en agricultura, con el objeto de mejorar la seguridad alimentaria en muchas partes del mundo, mientras que esa misma agencia de la ONU, junto al gobierno de Etiopía, selló otro para aminorar la mortalidad juvenil en aquel país relacionada con la pobreza, cuyos fondos ha comprometido a donar el gobierno italiano: para ello el programa prevé el desarrollo del sector agrícola y la creación de puestos de trabajo en las zonas rurales. A su vez, los países del G-7 se comprometieron a evitar, antes de 2030, que 500 millones de personas sufran hambre y desnutrición, mientras que financiarán con 400 millones $ programas de mejora de la seguridad climática. Se signaron también algunos compromisos sobre desarrollo de energía sostenible (120 mil millones $ al año) y otros sobre igualdad de género y empoderamiento de las mujeres.
Por último, la OCDE con el concurso del PNUD se comprometió a financiar un servicio de inspectores que asesorarán en cuestiones fiscales transfronterizas a los países en desarrollo con el objeto de mejorar su recaudación de impuestos.
Del mero repaso a lo consignado se deducen varias cuestiones críticas: en primer lugar, la escasez de lo comprometido ante la enormidad de las necesidades mínimas que señalan los propios ODS. De forma clara se “trocea” la financiación y se segmentan objetivos y fuentes de recursos en una gran parte de los compromisos alcanzados. Por ello, en lo inmediato, quienes mandarán en la agenda, es decir, quienes determinarán las políticas, serán las entidades donantes. Esta deducción es evidente por mucho que se insista en que ahora más que nunca la coordinación entre quienes aportan los fondos y quienes hacen las políticas “es estrecha”. Se movilizan, o al menos así se declara, fondos públicos junto a privados, y nacionales junto a internacionales, lo que está muy bien en el plano teórico aunque no se quiera concretar cómo se hará y qué contraprestaciones llevará la participación privada. En lo básico se trata de una privatización de la gestión lo que, en la experiencia que en Europa tenemos sobre este modelo desarrollado en servicios públicos esenciales, es siempre un mal augurio. Aquí como allá, hablemos de la sanidad pública de un país o de la ayuda internacional al desarrollo, detraer fondos destinados al beneficio directo de las personas, aún más si son las más necesitadas, para generar una bolsa de beneficios que vaya a manos privadas es, además de injusto e ineficaz, dudosamente ético. Se disfrace de falsa eficacia o de lo que se quiera. En este punto, el retroceso con que concluye esta conferencia es palmario.
Y al retroceso se debe sumar la frustración de la ocasión perdida: los países en desarrollo reclaman desde hace tiempo su derecho a financiar ellos mismos los servicios básicos que necesitan sus poblaciones. Es decir exigen, valga la paradoja, que se avance en serio hacia el fin de la ayuda al desarrollo y de la dependencia que, alrededor de ella, en muchos casos se ha establecido. Para ello necesitan sistemas fiscales justos que reglamenten, desde las relaciones internacionales, lo que en concepto de impuestos deben pagar las empresas, compañías y entidades extranjeras que operan en sus territorios, de la misma forma que necesitan acabar con el fraude fiscal o crear las condiciones para que este no se produzca. Acompañar esos hitos con otras medidas tales como la eliminación, de una vez, de los paraísos fiscales o la instauración de una tasa sobre las transacciones económicas internacionales, hubiera sido dar de verdad un paso de gigante en la financiación del desarrollo. Pero los países ricos, los donantes, no han querido avanzar hacia ello demostrando así hasta qué punto no defienden un orden mundial más justo y son rehenes de las grandes corporaciones internacionales. Un clamor del sur desoído de nuevo por el norte, que parece muy cómodo alimentando este sistema desigual a la vez que reduce cada vez más la ayuda al desarrollo. Otro fracaso, otra decepción.
Y, aún más, se hace cada vez más improbable que el mundo avance hacia la justicia y hacia la consecución de los derechos humanos, económicos, medioambientales y sociales de los más vulnerables.Nuevo horizonte, en suma, que se vislumbra entre demasiadas brumas, como tantas veces. Como casi siempre. Con estos mimbres, o sea, con esta falta de interés o, lo que es lo mismo tal y como hemos convenido antes, con esta escasez de recursos con que nace este nuevo sueño, será difícil lograrlo, aunque los ODS se reformulen a la baja en la próxima Cumbre para la Agenda Post-2015.
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