...se había convertido en un problema mundial y las tasas imparables de contagios y muertes desencadenaron una presión sin precedentes de organizaciones internacionales y ONG para detener lo que entonces llevaba camino de convertirse en un auténtico desastre nunca visto. Se trataba de una decisión histórica que, según se dijo, iba a permitir tratar a varios millones de enfermos de SIDA en África, excluidos hasta ese momento de los tratamientos, cuyo precio era inaccesible para la mayor parte de enfermos en África.
Salíamos de la desilusión de Doha (Qatar, diciembre de 2001), durante cuya dura negociación se vivieron momentos de esperanza que posteriormente, por la cicatería y el egoísmo de los países más desarrollados, nos devolvieron a la dura realidad. En Doha vimos primero cómo se aprobó una declaración que garantizaba que los países miembros de la Organización Mundial de Comercio tenían el derecho a proteger la salud pública y a promover el acceso de todos los países a los medicamentos.
Esa declaración fue matizada y convertida en papel mojado gracias a la “letra pequeña”: se incluyó una lista de enfermedades que quedaba fuera de la declaración: por ejemplo, el cáncer, la hipertensión o la diabetes, con el argumento de que en los países pobres esas enfermedades no son prioritarias. Para refutar esta idea basten algunos datos: por ejemplo, la neumonía –no considerada una enfermedad prioritaria y, por tanto, excluida– provoca sólo en África más de un millón de muertos cada año. También se estableció un mecanismo tan complicado para poder llevar a cabo las licencias obligatorias que prácticamente lo hacía imposible.
Este es el relato de lo que ha sido una lucha baldía contra la industria farmacéutica a lo largo de más de una década, durante la cual hemos podido comprobar que incluso los mayores esfuerzos y presiones por parte de organizaciones internacionales e incluso gobiernos han sido inútiles contra ese monstruoso conglomerado multimillonario que es capaz de doblegar gobiernos e impedir la aplicación de cualquier medida que afecte, siquiera mínimamente, a sus vergonzosos beneficios.
El acceso a medicamentos es un derecho que debería ser inviolable, tal y como lo considera la Organización Mundial de la Salud, que lo recoge en la Declaración de los Derechos Humanos (1948) dentro del Derecho a la Salud. Igualmente, este derecho fue incluido como uno de los ocho componentes esenciales de la Declaración de Alma-Ata, Salud para Todos, en el año 2000 (1978).
Sin embargo, es un derecho de cuyo incumplimiento, por desgracia, tenemos múltiples ejemplos. Por citar algunos, podemos empezar con la epidemia de Ébola que ha provocado casi 20.000 muertos en África Occidental y cuyas consecuencias socioeconómicas pesarán durante años sobre los tres países más afectados (Liberia, Sierra Leona y Guinea). El Ébola fue descubierto en 1979, pero no era rentable investigar en su tratamiento o vacuna, porque afectaba, en principio, a poca población y en lugares remotos. Lo que sucedió con el Ébola pone de manifiesto que el tratamiento de cualquier enfermedad vírica, y más con semejantes tasas de mortalidad, debe convertirse en prioritario, porque en un mundo globalizado cualquier enfermedad, en principio pequeña o poco relevante desde el punto de vista epidemiológico, puede llegar a convertirse en una emergencia mundial, que fue lo que pasó.
Por desgracia, son muchas las enfermedades conocidas como “olvidadas”. Y no se llaman así porque hayan desaparecido –muy al contrario– sino porque las compañías farmacéuticas no ven rentables investigar sus tratamientos o, lo que es aun más indignantes, no ven siquiera rentable fabricar medicamentos que de hecho existen. Eso sucede con enfermedades como el Chagas, relacionada con la pobreza, que afecta a más de 13 millones de personas y mata a más de 15.000 cada año y para la que no hay tratamiento, o la Tripanosomiasis, que afecta a más de medio millón de personas y cuyo tratamiento no se fabrica por no ser rentable, aunque parece que ahora la OMS se va a encargar de financiarlo.
Menos suerte tienen los enfermos de la Leishmania Visceral, una enfermedad que se da en África, Asia y América Latina, con un tratamiento cuyo precio es prohibitivo (más de 2.000 dólares) y que condena a los enfermos a una muerte segura y con gran sufrimiento.
A pesar del esfuerzo que la comunidad internacional ha realizado para lograr el acceso universal a la salud, el desequilibrio en el consumo de medicamentos entre los países ricos y los pobres es tremendo: el 20% de la población mundial consume el 80% de los medicamentos, lo que significa que uno de cada cinco niños nacidos cada año (26 millones) no son vacunados, de los cuales 1,4 millones mueren de enfermedades para las que existen vacunas y más de medio millón de niños mueren cada año por diarrea, a pesar de que el tratamiento es baratísimo.
Esta falta de acceso se debe al precio inalcanzable para la mayoría de la población mundial, a pesar de que los Objetivos de Desarrollo del Milenio insistían en la necesidad de cooperar con la industria farmacéutica como medio para asegurar la provisión de medicamentos esenciales a precios asequibles. La situación, por el contrario, ha empeorado: en la última década el precio de dos de los medicamentos más efectivos para tratar la tuberculosis resistente ha aumentado una media del 700 por ciento, y los antiretrovirales de tercera línea cuesta 23 veces más que los de primera línea. En la última década el precio para vacunar a un niño ha aumentado unas 68 veces.
Algunos dirán que cargamos excesivamente contra los laboratorios, pero es que sus máximos responsables no dejan lugar a la duda: hace no mucho el CEO de Bayer aseguró durante una conferencia, y en referencia al alto precio de un anticancerígeno, que su laboratorio “no lo ha desarrollado para el mercado indio, sino para pacientes occidentales que se lo puedan permitir”.
Queda claro, pues, que el principal objetivo de esa industria es el beneficio económico, que ha quedado meridianamente claro, como hemos podido ver en España, con el altísimo e injustificable precio del medicamento contra la Hepatitis C (más de 20.000 euros), cuyo coste de fabricación, según la Organización Médica Colegial (OMC), que ha denunciado la actitud del laboratorio al que han acusado de fijar unos precios “abusivos, codiciosos e injustos”, no supera los 200 euros y que podría curar a más de 300.000 enfermos que hay en nuestro país.
La industria farmacéutica goza de excepcionales privilegios bajo el amparo del derecho a la propiedad intelectual; derecho que facilita a la industria farmacéutica orquestar el desarrollo de medicamentos a su mayor conveniencia, olvidándose de que, si son capaces de fabricar medicamentos nuevos, ello se debe a una larga historia de investigación desinteresada, financiada fundamentalmente por instituciones públicas como universidades o centros de investigación públicos que permitieron los avances de los que ahora gozan los laboratorios.
Antes los avances científicos eran compartidos. Cuando se descubrió la penicilina (Alexander Fleming, 1928), se compartió el avance y el método para producirla en masa, lo que salvó millones de vidas. Cuando Jonas Salk desarrolló la vacuna contra la polio sólo pensaba en salvar vidas, puesto que la enfermedad se consideraba un problema de salud pública en Estados Unidos. Ni siquiera se le pasó por la cabeza patentar la vacuna y gracias a él se consiguió salvar millones de vidas y prácticamente erradicar una enfermedad que hasta entonces no tenía cura.
La ciencia siempre ha pertenecido a todos. Es un proceso acumulativo, que no sería posible sin los avances previos. Por otra parte, los medicamentos se ensayan en personas, pero luego se pretende que sólo tengan acceso a ellos quienes pueden pagarlo.
Urge, pues, tomar medidas, que la sociedad civil exija a los Gobiernos y a sus representantes en las instituciones internacionales, que inicien políticas dirigidas a forzar a la industria farmacéutica a que garantice lo que las Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud consideran un derecho: el acceso a la salud, y éste no se cumplirá nunca si el acceso a los medicamentos esenciales sigue siendo una quimera.
Publicado en Temas. Nº 246. MAYO 2015