En España se estima que hay 900.000 portadores del virus de la hepatitis C, de los que medio millón han tenido hepatitis o enfermedad hepática relacionada con el virus. En nuestro país mueren 4.500 personas cada año a consecuencia de esta enfermedad y es la primera causa de muerte en pacientes con VIH/SIDA. Las asociaciones de enfermos creen que la cifra aumentará dramáticamente si no se actúa. Otras 47.147 personas fallecieron en el año 2008 en la UE, según datos de la OMS, debido a un hepatocarcinoma y 84.697 fallecieron a causa de cirrosis causada principalmente por el VHC.
Respecto de los enfermos españoles la mayoría se contagiaron a través del consumo de drogas y muchos tienen la enfermedad asociada al VIH/SIDA, y también hay enfermos que fueron infectados en el entorno sanitario por el uso de jeringuillas contaminadas o tras una transfusión, mayores, en su mayoría de 60 años.
La situación actual ha sido denunciada no sólo por las plataformas de afectados: la propia Organización Médica Colegial (OMC) ha denunciado la actitud del laboratorio, al que han acusado de fijar unos precios "abusivos, codiciosos e injustos". La organización médica considera que coste real de producción del medicamento oscila entre 50 y 100 dólares por paciente.
¿Qué razón lleva a este laboratorio a fijar un precio tan disparatadamente elevado? Parece ser que hay razones obviamente especulativas: el laboratorio que desarrolló el medicamento, Pharmasset, fue adquirido poco después de sacar al mercado el medicamento contra la hepatitis C por Gilead, un laboratorio cuyos accionistas son fondos de capital riesgo y fondos de pensiones. Son, lo que se conoce como “fondos buitre”, cuyo único objetivo es obtener el mayor beneficio posible para sus accionistas.
El coste de la adquisición de Pharmasset fue de 11.000 millones de dólares. Se calcula que sólo con lo ingresado en 2014 por ese medicamento Gilead habrá recuperado lo pagado por el laboratorio. En tan sólo un año. Estamos, pues, ante una clara operación económica.
Ni siquiera puede justificarse tales cifras por el coste de desarrollo del medicamento, que Pharmasset cifró en 60 millones de dólares. De hecho, el precio recomendado por Pharmasset para el medicamento era veinte veces menor que el que los nuevos propietarios decidieron después de la adquisición del laboratorio.
En las últimas décadas vemos cómo la ciencia, los descubrimientos, ha ido cayendo en las manos privadas, de grandes y desalmadas corporaciones. Antes los avances científicos eran compartidos. Cuando se descubrió la penicilina (Alexander Fleming, 1928), se compartió el avance y el método para producirla en masa, lo que salvó millones de vidas. Cuando Jonas Salk desarrolló la vacuna contra la polio sólo pensaba en salvar vidas, puesto que la enfermedad se consideraba un problema de salud pública en Estados Unidos. Ni siquiera se le pasó por la cabeza patentar la vacuna y gracias a él se consiguió salvar millones de vidas y prácticamente erradicar una enfermedad que hasta entonces no tenía cura.
La ciencia siempre ha pertenecido a todos. Es un proceso acumulativo, que no sería posible sin los avances previos. Por otra parte, los medicamentos se ensayan en personas, pero luego se pretende que sólo tengan acceso a ellos quienes pueden pagarlo.
Desde que el escritor británico John LeCarré acuñara el apelativo de "Big Pharma" para denominar a los grandes conglomerados farmacéuticos cuyo principal objetivo son los beneficios por encima de cualquier otra consideración, no habíamos asistido a semejante demostración de codicia inhumana, escandalosa y repugnante. El laboratorio ha impuesto ese precio porque sabe que es un medicamento que salva vidas y nos está diciendo: “éste es el precio. Si quieres salvar la vida de tus ciudadanos enfermos, págalo”, lo que constituye un terrorífico chantaje a los sistemas de Salud.
Así las cosas, no son pocos los que reclaman que debe de prevalecer el derecho a la salud de los ciudadanos frente al derecho de los laboratorios a mantener sus patentes.
Hace algunos años también nos encontramos con una situación parecida por el alto precio inicial de los fármacos contra el VIH que hacía prácticamente imposible que en los países menos desarrollados los enfermos pudieran acceder al tratamiento. Finalmente se logró bajar los precios, por la presión de las organizaciones humanitarias internacionales, pero también porque algunos países, como India, empezaron a fabricar genéricos a bajo precio.
En este momento estamos luchando para que baje el precio del tratamiento de la hepatitis C en nuestro país, pero no hay que olvidar que en los países más pobres hay millones de personas también enfermas de hepatitis C que se enfrentan a una situación aún más cruel por el alto precio de estos medicamentos.
El problema es que ese tipo de medidas llevan tiempo, y mientras tanto los enfermos de hepatitis C que no reciben ese tratamiento y lo necesitan para no sufrir un empeoramiento de su salud o incluso para seguir viviendo, ven cómo sus condiciones de salud van empeorando mientras esperan al resultado de esta siniestra partida de ajedrez en la que no son más que peones. Por ello sería imperioso que el gobierno siguiera presionando al laboratorio para que baje sus precios, pero garantizando mientras tanto el acceso al medicamento de los pacientes que lo necesitan de forma más urgente. Está bien que se presione al laboratorio para que baje el precio, pero no a costa de la vida de los enfermos. Creemos que sobre todas las consideraciones económicas debe de prevalecer el derecho a la vida. Si no es así, ¿qué tipo de sociedad estamos construyendo?